Diálogo de Carmelitas
Título original
Le dialogue des Carmélites
Año
1960
Duración
112 min.
País
Francia
Director
Philippe Agostini, Raymond Leopold Bruckberger
Guión
Philippe Agostini, Raimond Leopold Bruckberger (Novela: Gertrud Von Le Fort. Obra: Georges Bernanos)
Música
Jean Françaix
Fotografía
André Bac (B&W)
Reparto
Jeanne Moreau, Alida Valli, Madeleine Renaud, Pascale Audret, Pierre Brasseur, Jean-Louis Barrault, Anne Doat, Georges Wilson
Productora
Coproducción Francia-Italia; Champs-Élysées Productions / Titanus
Género
Drama | Basado en hechos reales. Siglo XVIII. Revolución Francesa. Religión
Sinopsis
En plena Revolución Francesa, la joven Blanche de la Force decide protegerse en un convento y por eso ingresa en la orden Carmelita. Allí conoce a la alegre monja Sor Constance y a la madre Marie, entre otras, y es feliz junto a ellas a pesar de los conflictos externos y de las presiones de su padre para que deje el convento. Film basado en la real y trágica historia acontecida con las dieciséis monjas carmelitas del convento de Compiègne en 1794, y recogida por el escritor francés Georges Bernanos en su obra teatral homónima, que a su vez se inspiró en la pieza “La última del cadalso” de la escritora Gertrud Von Le Fort.
La obra Diálogo de carmelitas de Bernanos hizo más conocido el episodio del martirio de las dieciséis monjas carmelitas (incluyendo una novicia) del monasterio de Compiègne. Su relato es edificante por la fidelidad y serenidad con que afrontaron su martirio. Ojalá que, como decía Tertuliano, que se bautizó al ver la valentía de los primeros mártires cristianos, realmente la sangre de los mártires sea semilla de cristianos, de cristianos comprometidos con su fe y sin miedo a confesarla en público donde sea necesario.
La decapitación de estas monjas por fanáticas muestra que realmente el sueño de la razón produce monstruos, que empezaron con la revolución francesa, hija de la Ilustración que ensalzó la razón pura y condenó la religión como supersticiosa: Aplastad al infame decía Voltaire.
La fiesta de Nuestra Señora del Carmen de 1794, celebrada en una horrible cárcel de París, tuvo augurios de sangre y de gloria para las monjas carmelitas descalzas del monasterio de Compiègne. Al día siguiente, las dieciséis hijas de Santa Teresa, novicia incluida, iban a ser conducidas a la guillotina por el crimen de ser católicas, “fanáticas” en el lenguaje revolucionario.
Hacía siglo y medio que las carmelitas descalzas de Amiens habían fundado en Compiègne, una ciudad de Oise. La fundación data de 1641, cuando hacía 37 años que había llegado a Francia para iniciar la reforma la Beata Ana de San Bartolomé con Ana de Jesús y otras cuatro monjas españolas.
Al estallar la revolución (1789), las monjas rehusaron despojarse de su hábito carmelita, y cuando los disturbios fueron aumentando, entre junio y septiembre de 1792, siguiendo una inspiración que tuvo la priora Beata Teresa de San Agustín, todas se ofrecieron al Señor en holocausto para aplacar la cólera de Dios y para que la paz divina, traída al mundo por su amado Hijo, fuese devuelta a la Iglesia y al Estado. El acto de consagración, emitido incluso por dos religiosas ancianas que al principio se habían asustado ante el solo pensamiento de la guillotina, se convirtió en ofrecimiento diario hasta el día del martirio, dos años después.
La Asamblea Nacional Constituyente había hecho público un decreto por el que se exigía que los religiosos fueran considerados como funcionarios del Estado. Deberían prestar juramento a la Constitución y sus bienes serían confiscados. Era el año 1790. Miembros del Directorio del distrito de Compiègne, cumpliendo órdenes, se presentaron el 4 de agosto de aquel año en el monasterio a hacer inventario de las posesiones de la comunidad. Las monjas tuvieron que dejar sus hábitos y abandonar su casa. Cinco días después, obedeciendo los consejos de las autoridades, firmaron el juramento de Libertad-Igualdad. Los religiosos que se negaban a firmarlo eran deportados.
Después fueron separadas. Hicieron cuatro grupos y vivían en distintos domicilios, pero continuaron practicando la oración y entregándose a la penitencia como antes.
La regularidad y el orden de su vida, que reproducía todo lo posible en tales circunstancias la vida y horario conventuales, fueron notados por los jacobinos de la ciudad. En ello encontraron motivo suficiente para denunciarlas al Comité de Salud Pública, cosa que hicieron sin pérdida de tiempo.
El régimen del terror estaba oficialmente establecido en Francia y había llegado en aquellos momentos al más alto nivel imaginable. El rey había sido ejecutado y el Tribunal Revolucionario trabajaba sin descanso enviando cientos de ciudadanos sospechosos a la muerte.
La denuncia de las carmelitas decía que, pese a la prohibición, seguían viviendo en comunidad, que celebraban reuniones sospechosas y mantenían correspondencia criminal con fanáticos de París.
Convenía presentar pruebas, y con ese objeto se efectuó un minucioso registro en los domicilios de los cuatro grupos. El Comité encontró diversos objetos que fueron considerados de gran interés y altamente comprometedores. A saber: cartas de sacerdotes en las que se trataba bien de novenas, de escapularios, bien de dirección espiritual. También se halló un retrato de Luis XVI e imágenes del Sagrado Corazón. Todo ello era suficiente para demostrar la culpabilidad de las monjas. El Comité, pues, redactó un informe en el que explicaba cómo, “considerando que las ciudadanas religiosas, burlando las leyes, vivían en comunidad”, que su correspondencia era testimonio de que tramaban en secreto el restablecimiento de la Monarquía y la desaparición de la República, las mandaba detener y encerrar en prisión.
El 22 de junio de 1794 eran recluidas en el monasterio de la Visitación, que se había convertido en cárcel. Allí esperaron la decisión final que sobre su suerte tomaría el Comité de Salud Pública asesorado por el Comité local. Entonces acordaron retractarse del juramento prestado antes, “prefiriendo mil veces la muerte mejor que ser culpables de un juramento así”. Esta resolución las llenó de serenidad. Cada día aumentaba el peligro, pero ellas se sentían más fuertes. Continuaban dedicadas a orar y, gracias a estar en prisión, podían hacerlo juntas, como cuando estaban en su convento. Ya no se veían obligadas a ocultarse y ello les procuraba un gran alivio.
Transcurridos unos días, justamente el 12 de julio, el Comité de Salud Pública dio órdenes para que fueran trasladadas a París. El cumplimiento de tales órdenes fue exigido en términos que no admitían demora. No hubo tiempo para que las hermanas tomaran su ligera colación ni cambiaran su ropa, que estaba mojada porque habían estado lavando. Las hicieron montar en dos carretas de paja y les ataron las manos a la espalda. Escoltadas por un grupo de soldados salieron para la capital. Su destino era la famosa prisión de la Conserjería, antesala de la guillotina y abarrotada de sacerdotes y laicos cristianos igualmente condenados.
Nadie ayudó a las monjas a descender de los carros al final del viaje. A pesar de sus ligaduras y de la fatiga causada por el incómodo transporte, fueron bajando solas. Una de las hermanas, sin embargo, enferma y octogenaria, Carlota de la Resurrección, impedida por las ataduras y la edad, no sabia cómo llegar al suelo. Los conductores de las carretas, impacientados, la cogieron y la arrojaron violentamente sobre el pavimento. Era una de las religiosas que dos años antes había sentido miedo ante el pensamiento de una muerte en el patíbulo y había dudado antes de ofrecerse en sacrificio. Pero en este momento era ya valiente y, levantándose maltrecha, como pudo, dijo a los que la habían maltratado:
“Créanme, no les guardo ningún rencor. Al contrario, les agradezco que no me hayan matado porque, si hubiera muerto, habría perdido la oportunidad de pasar la gloria y la dicha del martirio”.
Como si nada hubiese ocurrido, en la Conserjería prosiguieron su vida de oración prescrita por la regla. No se dejaban perturbar por los acontecimientos. Testigos dignos de crédito declararon que se las podía oír todos los días, a las dos de la mañana, recitar sus oficios.
Su última fiesta fue la del 16 de julio, Nuestra Señora del Carmen. La celebraron con el mayor entusiasmo, sin que por un instante su comportamiento denotase la menor preocupación. Por la tarde recibieron un aviso para que compareciesen al día siguiente ante el Tribunal Revolucionario. La noticia no les impidió cantar, sobre la música de La Marsellesa, unos versos improvisados en los que expresaban al mismo tiempo fe en su victoria, temor y confianza, y que se conservan en el convento de Compiègne.
Ante el Tribunal escucharon cómo el acusador público, Fouquier-Tinville, las atacaba durísimamente: “Aunque separadas en diferentes casas, formaban conciliábulos contrarrevolucionarios en los que intervenían ellas y otras personas. Vivían bajo la obediencia de una superiora y, en cuanto a sus principios y sus votos, sus cartas y sus escritos son suficiente testimonio”.
Fueron sometidas a un interrogatorio muy breve y, sin que se llamara a declarar a un solo testigo, el Tribunal condenó a muerte a las dieciséis carmelitas, culpables de organizar reuniones y conciliábulos contrarrevolucionarios, de sostener correspondencia con fanáticos y de guardar escritos que atentaban contra la libertad. Una de las monjas, sor Enriqueta de la Providencia, preguntó al presidente qué entendía por la palabra “fanático” que figuraba en el texto del juicio, y la respuesta fue:
“Entiendo por esa palabra su apego a esas creencias pueriles, sus tontas prácticas de religión”.
Era su amor a Dios , su fidelidad a los votos y a la religión lo que las hacía merecedoras de la pena capital.
Una hora después subían en las carretas que las conducirían a la plaza del Trono derrocado, hoy plaza de la Nación. En el trayecto la gente las miraba pasar demostrando diversidad de sentimientos, unos las injuriaban, otros las admiraban. Ellas iban tranquilas; todo lo que se movía a su alrededor les era indiferente. Cantaron el Miserere y luego el Salve, Regina. Al pie ya de la guillotina entonaron el Te Deum, canto de acción de gracias, y, terminado éste, el Veni Creator. Por último, hicieron renovación de sus promesas del bautismo y de sus votos de religión.
Una joven novicia, sor Constanza, se arrodilló delante de la priora, con la naturalidad con que lo hubiera hecho en el convento y le pidió su bendición y que le concediera permiso para morir. Luego, cantando el salmo Laudate Dominum omnes gentes, subió decidida los escalones de la guillotina. Una tras otra, todas las carmelitas repitieron la escena. Una a una recibieron la bendición de la madre Teresa de San Agustín antes de ser guillotinadas. Al final, después de haber visto caer a todas sus hijas, la madre priora entregó, con igual generosidad que ellas, su vida al Señor, poniendo su cabeza en las manos del verdugo. Así realizó lo que ella solía decir: “El amor saldrá siempre victorioso. Cuando se ama todo se puede”.
Era el día 17 de julio de 1.794 por la tarde.
Prevaleció un silencio absoluto durante todo el tiempo en que los ejecutores seguían el procedimiento. Las cabezas y los cuerpos de las mártires fueron enterrados en un pozo de arena profundo de casi nueve metros cuadrados en el cementerio parisino de Picpus. Como este pozo de arena fue el receptáculo de los cuerpos de 1298 víctimas de la Revolución, parece no haber muchas esperanzas de recuperar sus reliquias. Una placa de mármol con el nombre de las mártires y la fecha de su muerte figura sobre la fosa y en ella hay grabada una frase latina que dice: Beati qui in Domino moriuntur. Felices los que mueren en el Señor.
Sus nombres eran los siguientes:
•Madeleine-Claudine Ledoine (Madre Teresa de San Agustín), priora, n. en París, el 22 Sept., 1752, profesó el 16 o 17 de Mayo, 1775; •Marie-Anne (o Antoinette) Brideau (Madre San Luis), sub-priora, n. en Belfort, el 7 Dic., 1752, profesó el 3 Sept, 1771; •Marie-Anne Piedcourt (Hermana de Jesús Crucificado), miembro del coro, n. 1715, profesó en1737; al subir al patíbulo dijo: “Los perdono tan de corazón como deseo que Dios me perdone a mí”; •Anne-Marie-Madeleine Thouret (Hermana Charlotte de la Resurrección), sacristán, n. en Mouy, 16 Sept., 1715, profesó 19 Ago., 1740, dos veces sub- priora en 1764 y 1778. Su retrato está reproducido en la página opuesta a la p. 2 en el trabajo de la Sta. Willson citado debajo; •Marie-Antoniette o Anne Hanisset (Hermana Teresa del Santo Corazón de María), n. en Rheims en 1740 o 1742, profesó en 1764; •Marie-Françoise Gabrielle de Croissy (Madre Henriette de Jesús), n. en París, el 18 Junio, 1745, profesó el 22 Feb., 1764, priora desde 1779 a 1785; •Marie-Gabrielle Trézel (Hermana Teresa de San Ignacio), miembro del coro, n. en Compiègne, el 4 de Abril de 1743, profesó el 12 Dic., 1771; •Rose-Chrétien de la Neuville, viuda, miembro del coro (Hermana Julia Luisa de Jesús), n. en Loreau (o Evreux), en 1741, profesó probablemente en 1777; •Anne Petras (Hermana María Henrieta de la Providencia), miembro del coro, n. en Cajarc (Lot), 17 Junio, 1760, profesó el 22 Oct., 1786. •Con respecto a la Hermana Eufrasia de la Inmaculada Concepción, los reportes varían. La Srta. Willson dice que su nombre era Marie Claude Cyprienne Brard, y que nació el 12 de Mayo, 1736; Pierre, que su nombre era Catherine Charlotte Brard, y que nació el 7 de Sept., 1736. Nació en Bourth, y profesó en 1757; •Marie-Geneviève Meunier (Hermana Constanza), novicia, n. 28 Mayo, 1765, o 1766, en St. Denis, recibió el hábito el 16 Dic., 1788. Subió al patíbulo cantando “Laudate Dominum”. Además de las personas mencionadas arriba, tres hermanas laicas y dos torneras sufrieron el martirio. Las hermanas laicas son: •Angélique Roussel (Hermana María del Espíritu Santo), hermana laica, n. en Fresnes, el 4 de Agosto, 1742, profesó el 14 de Mayo, 1769; •Marie Dufour (Hermana Santa Marta), hermana laica, n. en Beaune, 1 o 2 Oct., 1742, entró a la comunidad en 1772; •Julie o Juliette Vérolot (Hermana San Francisco Javier), hermana laica, n. en Laignes o Lignières, 11 Enero, 1764, profesó el 12 Enero, 1789.
Las dos tourières, que no eran Carmelitas, sino simplemente sirvientas de la comunidad, eran: Catherine y Teresa Soiron, n. respectivamente el 2 Feb., 1742 y el 23 Ene., 1748 en Compiègne, ambas estaban al servicio de la comunidad desde 1772.
La Iglesia declaró que el sacrificio de aquellas nobles mujeres no había sido en vano, puesto que “apenas habían transcurrido diez días de su suplicio cuando cesaba la tormenta que durante dos años había cubierto el suelo de Francia de sangre de sus hijos” (decreto de declaración de martirio, 24 de junio de 1905).
El cardenal Richard, arzobispo de París, inició el proceso de su beatificación el 23 de febrero de 1896. El 16 de diciembre de 1902 el papa León XIII declaraba venerables a las dieciséis carmelitas. Se sucedieron los milagros, como una garantía de su santidad, y el 27 de mayo de 1905 San Pío X declaraba beatas a aquellas “que, después de su expulsión, continuaron viviendo como religiosas y honrando devotamente al Sagrado Corazón”.
Los milagros probados durante el proceso de beatificación fueron:
•La curación de la Hermana Clara de San José, una hermana laica Carmelita de Nueva Orléans, cuando se encontraba a punto de morir de cáncer en Junio, 1897; •La curación del Abbé Roussarie, del seminario de Brive, cuando se encontraba a punto de morir, el 1897; •La curación de la hermana Santa Marta de San José, una hermana laica Carmelita de Vans, de tuberculosis y de un absceso en la pierna derecha, 1 Dic., 1897; •La curación de la hermana San Miguel, una franciscana de Montmorillon, el 9 Abril, 1898. Las benedictinas de Stanbrook, en Inglaterra, conservan muchas de las ropas que estaban lavando en la cárcel las mártires cuando fueron conducidas a la guillotina. Estas reliquias provienen de las benedictinas de Cambrai, que se hicieron cargo de ellas a los pocos días del martirio.